Por Juan Manuel de Prada
Como
no me chupo el dedo, sé bien que las cosas que escribo provocan el
desprecio de la mayoría de mis contemporáneos. Provocan, desde luego, el
desprecio de progres de derechas y de izquierdas, que me ven como un
reaccionario que defiende ideas antediluvianas inconciliables con el
espíritu de nuestro tiempo; provocan también el desprecio de los
fariseos que se aprovechan de la fe religiosa de los sencillos para sus
negocios y sus cambalaches políticos, porque tengo la nefasta manía de
recordarles que son la sal sosa fustigada en el Evangelio. Unamuno se
refería a esa «nueva Inquisición», omnipotente en nuestra época, «que
usa por armas el ridículo y el desprecio para los que no se rinden a su
ortodoxia». Yo jamás me rendiré a la ortodoxia decretada por nuestra
época; y, por lo tanto, no me aguarda otro destino sino ser cada vez más
despreciado y ridiculizado, hasta que algún día logren silenciarme del
todo. Pero hasta que llegue ese día tal vez no demasiado lejano prometo
seguir dando la batalla.
No es,
sin embargo, sencillo escribir sabiendo que eres una persona
despreciada. A cualquiera le gusta ser halagado y aplaudido; y más que a
nadie al escritor. Para seguir escribiendo sabiendo que eres una
persona despreciada y ridiculizada por los corifeos del sistema hace
falta vencerse a uno mismo, hace falta renunciar a la propia
conveniencia. Esta es la actitud de don Quijote, que no vacila en
ponerse en ridículo ante el mundo para hacer realidad los ideales de la
andante caballería, para traer otra vez la Edad Media a un Renacimiento
que la desdeña jocosamente (pero la jocosidad es la máscara con que el
cinismo oculta su odio). A don Quijote le habría sido muy sencillo
combatir las burlas de sus contemporáneos, pues todos reconocen que es
hombre discreto; le habría bastado con renegar de su espíritu
caballeresco para obtener la consideración y el aplauso del mundo. En
diversos pasajes de la obra cervantina leemos que los personajes que se
cruzan en el camino de don Quijote lo ponderan y ensalzan; y que sólo
cuando don Quijote se refiere a su malhadada caballería lo toman por
necio. A don Quijote le habría bastado con hacer 'reserva mental' de
determinadas cuestiones para ser ensalzado por todos; pero eligió que lo
ridiculizasen, eligió el desprecio del mundo, con tal de poder llevar a
cabo su vocación. Es una lección muy dolorosa, pero incalculablemente
hermosa. Y es el ejemplo que me he propuesto seguir.
Unamuno,
al referirse a este rasgo trágico y esencial del quijotismo, no se
olvida del «más terrible ridículo» que debe afrontar quien decide imitar
la actitud de don Quijote, que es «el ridículo de uno ante sí mismo y
para consigo». En efecto, como le ocurría a Unamuno, «mi razón se burla
de mi fe y la desprecia». Mi razón constantemente me recomienda que
aplauda lo que el mundo aplaude, mi razón me pide sin cesar que calle
ante lo que la corrección política establece, mi razón me ruega
encarecidamente que asuma como propios los postulados del progresismo
hegemónico, para poder medrar, como hacen los escritores de éxito; y
que, una vez asumidos tales postulados, discrepe en asuntos menores con
mucho aspaviento y jeribeque, como hacen los escritores de éxito, para
posar de rebelde ante la galería. Pero mi fe quijotesca se niega a
aceptar lo que la razón me reclama; y entonces mi razón se burla de mí,
escandalizada de mi locura, y es la primera en carcajearse de mi
ridiculez.
Ridiculez que,
además, conlleva una condena a la soledad; porque uno no tarda en
descubrir que, al revolverse contra el espíritu de su tiempo, no
consigue otra cosa sino la soledad, pues a la inmensa mayoría de la
gente lo que le gusta es comulgar con el espíritu de su tiempo, que es
lo que garantiza llevar una vida pacífica y sin sobresaltos. Pero,
aunque la soledad sea a veces muy dolorosa, uno se siente más vivo que
nunca; pues, como nos enseñaba Chesterton, sólo el que nada a
contracorriente sabe con certeza que está vivo, pues para avanzar aunque
sólo sea un centímetro tiene que bracear con brío (frente al que es
arrastrado por la corriente, que avanza fácilmente aunque lleve mucho
tiempo muerto).
Y clamar en el
desierto no es una tarea estéril, como nos enseñaba Unamuno en Del
sentimiento trágico de la vida: «¿Cuál es, pues, la nueva misión de don
Quijote hoy en este mundo? Clamar, clamar en el desierto. Pero el
desierto oye, aunque no oigan los hombres, y un día se convertirá en
selva sonora, y esa voz solitaria que se va posando en el desierto como
semilla, dará un cedro gigantesco que con sus cien mil leguas cantará un
hosanna eterno al Señor de la vida y de la muerte».
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