Abby
Johnson ha visitado España, invitada por la organización Derecho a
Vivir, para explicar a los políticos por qué es importante que las
administraciones locales y autonómicas apuesten por vigilar
exhaustivamente la actividad de los centros abortistas, con
independencia de lo que paute la ley vigente del aborto. Está convencida
de que vigilar el negocio abortista es clave para reducir el número de
abortos. Lo sabe, porque ella formó parte de ese modelo de negocio de la
industria del aborto durante muchos años. Luego vino el cambio a las
filas provida. Ésta es su historia:
Ciudad de Bryan,Texas. Cien
pasos separan al Centro de Salud y Planificación Familiar de Planned
Parenthood de la sede de Coalition for Life.Y en medio, una verja. Una
verja que separa al cuartel general de la muerte -una de las clínicas
abortistasmás activas del estado- del cuartel general de la vida -la
pequeña oficina de Coalition for Life donde nació la iniciativa Cuarenta
días por la vida-. La misma verja que cruzó con lágrimas en los ojos
Abby Johnson, directora del Centro de Planificación, después de
participar en el aborto de un feto de 13 semanas.
"Apliqué el
lubricante sobre el vientre de la paciente y deslicé la sonda
del ecógrafo hasta que el útero pudo verse en la pantalla. Podía ver el
perfil perfecto y entero de un bebé de trece semanas. ‘¿Qué voy a
presenciar?’. Mi estómago se contrajo. ‘No quiero ver lo que está a
punto de suceder’. La cánula, un instrumento estrecho conectado al tubo
de succión, había sido introducida en el útero y estaba cerca del
bebé. Mis ojos se detuvieron en el rostro de la paciente. Las lágrimas
le brotaban de la comisura de los ojos. Era evidente que tenía dolores.
Al principio el bebé pareció no darse cuenta de la presencia de
la cánula, que se había acercado con sigilo a un lado del cuerpo. Por un
instante sentí alivio. ‘Por supuesto’, pensé, ‘el feto no siente
dolor’. El siguiente movimiento fue la repentina sacudida de un
pequeño pie. El bebé daba patadas, como si intentara huir del extraño
invasor. Mientras la cánula avanzaba, el bebé empezó a luchar por darse
la vuelta. Estaba claro que podía sentir la proximidad de la cánula
y que aquello le daba mala espina. Y entonces irrumpió la voz del
doctor, sobresaltándome. ‘Scotty, teletranspórtame’, le dijo divertido a
la enfermera. Le estaba pidiendo que conectara el modo de succión. Tuve
ganas de gritar: ‘¡Parad, por favor!’. De decirle a la mujer: ‘¡Mira lo
que están haciendo con tu hijo, despierta!’. El médico había girado de
nuevo la cánula y pude ver un cuerpo minúsculo retorcerse violentamente.
Pareció como si el bebé se hubiese escurrido como un paño de cocina,
retorcido y arrugado. Y entonces, el pequeño cuerpo se estrujó y
empezó a desaparecer ante mis ojos. La última cosa que vi fue una
columna vertebral diminuta y perfectamente formada, succionada por el
tubo. Se había acabado, el útero estaba vacío”.
Este es el terrible comienzo del libro
Sin planificar, escrito
por la exdirectora de la clínica abortista de Texas, Abby Johnson.
También fue, años antes de la existencia del libro, el principio de un
viaje que cambió la vida y los valores de Johnson para siempre. Diez
minutos que hicieron tambalear sus cimientos y le hicieron salir de
los muros en los que había trabajado durante ocho años para unirse ‘al
enemigo’, a las filas provida que, también durante ocho años, habían
rezado, día a día y hora tras hora, frente a la clínica. Al otro lado de
la verja.
Que no escuchen Inmediatamente después de aquel
aborto Abby Johnson se preocupó de que la mujer estuviera bien -eso,
preocuparse por la salud de las mujeres, era lo que llevaba haciendo
desde que comenzó como voluntaria en Planned Parenthood- y después
corrió a refugiarse al despacho de dirección al que había llegado tras
una impecable carrera profesional de ocho años.
“Ahora que la
venda había empezado a caerse de los ojos, se me vino encima, como una
losa, el sentimiento de culpabilidad por los innumerables abortos
realizados allí, incluidos los míos [dos]”. Abby fue consciente entonces
de que había participado en una muerte. “Una muerte; no un
procedimiento médico ni una solución quirúrgica. No el valiente paso de
una mujer en el ejercicio de su derecho a decidir sobre su cuerpo.
La muerte de un bebé indefenso”.
Las frívolas palabras del
médico abortista -“Scotty, teletranspórtame”- y las imágenes del
diminuto cuerpo succionado no se borraban de su cabeza. Le costaba coger
aire. Entonces se prometió a sí misma que no volvería a participar
en un aborto y se fue a su casa. Habló con su marido sobre lo
que acababa de ver y él -cristiano, provida y eterna voz de la
conciencia de Abby- la enfrentó de nuevo a sus incoherencias.
“Que
no participes en eso no quiere decir que no siga ocurriendo”. Pero a
Abby le gustaba su trabajo, ayudar a lasmujeres sin recursos que
necesitaban planificar su descendencia, que quedaban embarazadas después
de una violación o que habían contraído alguna enfermedad sexual. Al
menos con ese espíritu había entrado como voluntaria hacía ocho años en
la clínica de Texas. Aquel lejano día vio por vez primera a ‘los
provida’. Gente, en su mayoría pacífica, que rezaba al otro lado de la
verja que rodea al abortorio de Planned Parenthood. Gente contra la
que ella debía luchar al ir a buscar a las mujeres que acudían a
abortar. “Háblales de cualquier cosa, entreténlas, que no escuchen a los
de la verja”, le habían dicho entonces los de Planned Parenthood.
Porque
los provida eran -eso es lo que le habían contado a Abby- gente sin
escrúpulos en contra del aborto y también de la planificación familiar
que querían ver a las mujeres que abortaban en la cárcel y que preferían
que hubiera carnicerías ilegales a centros médicos donde practicar
abortos seguros.
Asesinado a tirosOcho años después ese mundo de
argumentos se venía abajo. Dos sábados al mes el centro que Abby dirigía
practicaba abortos como churros. De 25 a 30 cada mañana para ganar más
dinero. Y, para que fueran más rápidos, nunca se usaba el ecógrafo, lo
que ponía en peligro a la mujer al aumentar la probabilidad de una
perforación de útero. Pero entonces llegó ese médico que, a veces,
utilizaba el ecógrafo para el aborto y Abby tuvo que sujetarlo y ver lo
que vio.
Recordó la consigna de la dirección de Recursos Humanos
de Planned Parenthood ante la escasez de fondos: “Hay que aumentar los
ingresos por aborto”. “Pero ¿no estamos aquí para hacer que el aborto
sea cada vez menos frecuente?, ¿no somos una organización sin ánimo de
lucro que se preocupa por la salud de la mujer?”, preguntó enfadada
Abby. “Organización sin ánimo de lucro es una definición legal, no un
modelo de negocio”, le respondieron con ironía.
Lunes; de nuevo
en la clínica. Abby mandaba solicitudes de empleo desde su ordenador
decidida a abandonar aquel trabajo antes del sábado siguiente. No quería
estar allí el día que volvieran a practicarse abortos. Entonces se
asomó a la ventana, y vio salir del centro a una mujer con una bolsa de
viaje. ¡Ese día también había abortos!, ¡la nueva política de recogida
de fondos les había obligado a ampliar el servicio!
Y, al otro
lado de la verja, como siempre, jóvenes rezando, explicando a
las mujeres que entraban en la clínica que había más opciones, que
podían ayudarles a sacar adelante a sus hijos o a darlos en adopción...
“En ese momento una luz penetró en la oscuridad y pude verlo con
claridad. ¡Estoy en el lado equivocado de la verja!”.
Abby
salió de su despacho con lágrimas en los ojos y corrió hacia la sede
de Coalition for Life. Llamó antes de entrar para evitar asustar a los
voluntarios. Asustar, sí, porque los provida y los proaborto eran dos
grupos enfrentados y con fanáticos en ambos bandos. Solo hacía dos meses
que un médico abortista había sido asesinado a tiros por un loco; Abby
había encontrado amenazas de muerte en su coche. Coalition for
Life luchaba contra estas actuaciones con la misma vehemencia con la que
defendía la vida. Ellos eran pacíficos y respetaban a la mujer. Pero
ver a la directora de la clínica ante la que rezaban, la mujer que,
públicamente, los había insultado y tachado de extremistas, llorando en
la puerta de su sede, habría sido demasiado para ellos.
“Soy Abby
Johnson”, dijo por teléfono entre sollozos. “Estoy en la puerta.
¿Puedo pasar?”. Silencio al otro lado de la línea y después: “Claro,
Abby, te esperamos dentro”.
No vas a convertirmeAbby se encontró
con Bobby, Karen y Heather, tres jóvenes menores que ella (que entonces
rozaba la treintena) a los que conocía de la verja. Comenzó a
hablar, lloró y vomitó todas sus culpas. Ellos la abrazaron hasta que
llegó Shawn, el director de la sede que había comenzado a frecuentar la
verja como voluntario de Coalition for Life hacía ya ocho años, justo a
la vez que Abby.
Juntos habían crecido, habían madurado y
defendido sus ideas, cada uno a un lado de la verja. Incluso, recordó
Abby, tras una discusión a cuenta de una cámara de vídeo instalada en el
lado provida -para defenderse de las falsas acusaciones que la clínica
lanzaba contra ellos- Abby dijo a Shawn: “No vas a convertirme”.
Y
allí estaba Shawn, apoyado en el quicio de la puerta, viendo llorar,
pedir auxilio, a una desconsolada -y convertida- Abby. “Un lunes duro,
¿no?”, dijo él. Y se fundieron en un abrazo. Echando la vista atrás,
Abby comprendió que los ocho años durante los que se había asomado a la
ventana para ver a los del otro lado de la verja le habían calado hondo.
Aquella monja que caía de rodillas llorando cada vez que una mujer
salía de abortar, el joven Bobby, que trababa amistad con todos -provida
y proaborto y que a todos ofrecía su ayuda, la tarjeta que Elizabeth,
voluntaria como ella, le dejó un día en un ramo de flores -Abby,
rezo por ti-... Sí. Ese era su lado de la verja.
Salió de
Coalition for Life decidida a recoger sus cosas y presentar su
dimisión. “Me pondré en la verja, por si hay problemas”, dijo
Bobby. Abby empaquetó sus pertenencias, la foto de su marido y su hija,
la tarjeta de Elizabeth... y se subió al coche. Cruzó por última vez la
verja y, cuando miró atrás desde el retrovisor, vio a Bobby caer
de rodillas, con los brazos extendidos hacia el cielo, riendo.